A veces creo que los cielos estaban ebrios cuando dieron forma a mi cuerpo.
Quizás sea por eso que sobre mi cuello aparecen marcas de dulce veneno.
Quizás sea hijo de Dionisio, quien distraído en uno de sus trances libertinos,
haya derramado de su copa semillas.
Pero en vez de un racimo de uvas creció un necio hecho de arcilla.
Mutante, que no Prometeo ni Odiseo con vino derramado eternamente sobre su cuerpo.
Siempre cambiante en la forma de expresarse,
delirante y expectante de los goces terrenales.
Apolo se sirve de la brisa para despejar la densa neblina,
se abre paso, centelleante,la luz del día.
Sobre mi piel se cierne cada gota derramada de la esencia divina,
mi piel se vuelve cobriza.
Mi semblante cobra vida, pero el rumor de una fiebre latente me advierte que aún quedan secretos a la sombra, allí donde el beso dorado del astro no llega brindar más que cenizas.
Cae la noche.
Se oyen tambores, y aun sin verlos los aprecio.
Mi cuerpo se mueve siguiendo su decreto.
Voces sin cuerpo que cantan desde planos arcanos me guían,
mi boca que busca hundirse, morder y beber.
Es entre sombras, que bailan al abrigo de unas llamas, que encuentro
develada la verdad tanto cuestionada.
Que importa, ya solo sigo el ritmo tinto que cabe dentro de una botella,
el goce que se sugiere al perderse mientras la noche se cierne.
Que las preguntas lleguen con el amanecer.
Quizás entonces enuncie mi nombre, un único nombre.
Y mi cuerpo que ya no barro, ni arcilla, se habra liberado de la merced divina.