Devorador
La escena lo vuelve a visitar.
Una mujer sentada al lateral de una cama de hospital, cuya estructura está compuesta por fierros oxidados. Unas sábanas blancas pero amarillentas cubren al cuerpo que descansa sobre el lecho.Un ruido rompe el silencio del lugar, es el rumor constante del goteo del suero.
La parte superior del cuerpo de la mujer está inclinado sobre el pecho del hombre que yace inmovil, los ojos del mismo están abiertos. Su mirada estática parece filtrada por una niebla.
Una mirada gris y distante, clavada en el techo de la habitación. Nunca había sido un hombre elocuente, pero este es un silencio distinto, un silencio definitivo.
Unos minutos antes había pedido un último cigarro. Sus últimas palabras: una petición frustrada más para añadir a la lista.
La mujer llora a pesar de que sus ojos están secos.
Ya no le quedan lágrimas, pero su cuerpo continuaba llorando. Su cuerpo entero temblando, levemente, mientras murmuraba con su rostro hundido en el torso del difunto.
Las luces estériles y blancas del hospital le robaban cualquier calidez al espacio.
Un niño observaba la escena desde el umbral de la puerta que conecta la habitación con el resto del hospital, sus pies se niegan a avanzar, a retroceder. Está atrapado en un limbo.
Aún no cae en cuenta de que su padre ya no lo mirara nunca más, y que su madre no será la misma.
Unas horas más tarde el niño y su madre saldrán del recinto, sus gestos se volverán lentos, sus ojos miraran sin ver, como si el mundo y todo lo que habita fuese, producto un acto de conversión, translúcido.
El niño quiere secarle las lágrimas a su madre. El niño quiere cerrar los párpados a su padre.
Sostenerle las manos a ambos en silencio, y con ese gesto transmitirles que todo va a estar bien.
El niño quiere devorar la tristeza que sienten, hundirla en lo más profundo de su pecho, hacerla solo suya. Que su padre fume un último cigarro, que su madre vuelva a sonreír.
El niño se acerca arrastrando lentamente los pies a la cama, abraza por la espalda a la mujer, no dice ninguna palabra, no encuentra ninguna apropiada, así que elige solo apoyar su cara en la espalda.
Se quedan así, con sus rostros hundidos durante lo que puede ser una eternidad o un momento, un último abrazo familiar, una despedida.
El niño siente, aunque no lo puede elaborar, que algo se impregna en su ropa, en su piel.
Lo empapa una sensación de tragar cenizas, no dice nada, pero algo le indica desde dentro que volverá infinitas veces a esa habitación, a ese momento.
Aunque los rostros serán distintos, aunque los colores serán otros, aunque no sea esa misma habitación, sabe que volverá una y otra vez.
Espera, con el tiempo, aprender a robar las tristezas ajenas, devorarlas y hacerlas propias, enterrarlas dentro y evitar que echen raíces en otros cuerpos. Quizás tenga la esperanza de encontrarse a sí mismo en alguno de sus retornos.